Yo nací inofensiva.
Crecí inofensiva. Un cuerpo pequeño, delgado, frágil, con las rodillas raspadas y los ojos llorosos. Siempre la más pequeña, la más sensible, la más inofensiva.
Mi cuerpo todo el tiempo jugaba en mi contra, nunca me lo dijeron directamente, pero siempre lo sentí. Siempre me sentí medio cuerpo, un cuerpo enfermo, aunque estuviera perfectamente sana, y no fue mi papá, no fue mi mamá, no fue mi abuela, fue todo. Fueron todos.
Cuando, siendo niña, logré apropiarme un poco de mi cuerpo: correr, ensuciarme y revolcarme en lodo con otras niñas, pelear… me rompí el brazo y ahí fue definitivo: “mi cuerpo no sirve, no sirvo para esto, mi cuerpo no sirve para nada”. Mi mamá me regañó por los raspones en la cara: “una niña no se puede ver así, parece que te peleaste en una cantina”. No la culpo, eso fue lo que a ella le enseñaron, su labor era criar a una niña, a una princesa y no a una chamaca que vuelve a casa como boxeador.
Lo dejé por la paz. Dejé de ser niña y me convertí en lo que nombraron “una señorita” y ahí todo se fue a la mierda, porque mi cuerpo sólo “servía” para provocar comentarios incómodos, miradas lascivas por parte de hombres que me habían visto crecer… crecer inofensiva.
Y nunca me pasó nada grave. No me pasó nada grave cuando un tipo me tocó una teta sobre el uniforme de la secundaria en las escaleras de un paso a desnivel vacío y obscuro. No me pasó nada grave las tres o cuatro veces que algunos tipos se orillaron en su auto para que viera como se masturbaban. No me pasó nada grave todas las veces que me tocaron el culo en el metro, en el autobús, en el mercado. “No me pasó nada grave, sólo el susto”. El susto que se convierte en miedo y se instala en el cuerpo.
El miedo es grave y cuando te sabes inofensiva paraliza. Cuando adolescente junto con mis amigas platicaba qué se puede hacer si un hombre te ataca. “Nada” era siempre la respuesta. “NADA” en letras mayúsculas, aferrarte a la vida y ya, eso es todo, rogarle al dios en el que no crees que tenga piedad, que te socorra esta vez, que te salve, porque un ser como nosotras no es capaz, nacimos inofensivas.
Traté mal a mi cuerpo, lo culpé mucho tiempo por no ser “perfecto”, lo oculté, lo negué, lo hice pasar hambre, lo odié tanto, después de todo no era bonito como me decían todos que debía de ser… y tampoco servía para nada.
Hoy no soy inofensiva. Lo aprendí la primera vez que escuche el estruendo de mi patada contra el thai pad, con el primer grito “buen golpe” de mi entrenador, la primera vez que logré jugar burro castigado a los 22 años, con mi metro y medio de estatura suspendida en el aire saltando a una chica mucho más alta que yo. Ahí suspendida en el aire por un momento, sólo un momento bastó para saber que este cuerpo no tiene límites.
Este cuerpo, este cuerpo pequeño se ha guerreado el conquistarse a sí mismo, centímetro a centímetro, movimiento a movimiento, gota por gota, moretón a moretón, beso a beso y orgasmo a orgasmo, porque sabe que tiene que mantenerse vivo y que no es inofensivo, este cuerpo se ha transformado y ya no siente tanto miedo.
Pero también se ha transformado en la ternura, en el cuidado, en el amor a sí mismo y a otros cuerpos femeninos. Ha aprendido que la amistad también se forja en la pelea, que la fuerza nunca está peleada con la ternura y este cuerpo también sabe que no se ha transformado para pasar por encima de otras sino para acompañarlas en el proceso de crecer y despojarse del miedo.
Este cuerpo baila como nunca, camina, corre, salta, este cuerpo no lo puede todo y lo sabe, pero todo lo intenta porque hoy tal vez no puede pero mañana igual y si. Este cuerpo se viste como quiere, este cuerpo se sabe salvaje e indomable, se sabe capaz de dañar si está amenazado.
Hoy este cuerpo le tiene una nueva respuesta a la pregunta: “¿qué se puede hacer si un hombre te ataca?” Responder como perra rabiosa y hacer daño, mucho daño, porque yo ya no soy inofensiva.