Hay algo en Yo soy Betty, la fea que sigue resonando en las audiencias hoy, a más de dos décadas de su estreno. Entre su potencial memeable y la posibilidad que ofrece el streaming de regresar una y otra vez a ella —parece que se ha instalado permanentemente en el top 10 de Netflix, al menos en México—, Betty se ha convertido en una figura central del imaginario pop latinoamericano. Es también un pretexto idóneo para hablar sobre temas como la representación de lo femenino, las exigencias patriarcales y los estereotipos de belleza. Incluso ha sido considerada como un estandarte del movimiento body positive. A la luz de las reivindicaciones feministas de nuestros tiempos, parece que Betty también tiene mucho qué decir.
Beatriz Pinzón Solano es una joven brillante, generosa, empática, cariñosa, trabajadora, comprensiva, tenaz, simpática… y fea. Desde el tema musical con el que la telenovela es presentada, nos queda claro que esta última es la gran característica que la define; lo sabe ella y lo sabe el mundo. Es la razón por la que su único amigo es un hombre igualmente feo, por la que no consigue trabajo, y por la que está resignada a vivir lejos de las bondades y comodidades del mundo de los bellos. Su humor y diversión se basan en burlarse de sí misma en función de esto: no sólo el mundo la ha reducido a su apariencia física, ella ha aceptado la sentencia.
La palabra “fea” para Betty es origen y destino. No queda lugar para preguntarse qué sistema respalda el término, quién se lo impuso ni cómo se relaciona con él. Es una verdad irrefutable, inamovible y, ante todo, ineludible: es decir, quien se relacione con ella —sea un mesero, sus amigas, sus vecinos, sus padres, sus colegas o su interés romántico— sólo podrá hacerlo a partir de ello. Y es así como el viaje de la heroína, en este caso, consiste en una liberación de estos términos: cuando Betty deja de ser y de sentirse “fea”, todo comienza a cambiar, dentro y fuera de ella.
No es gratuito que la historia suceda en una empresa dedicada a la moda. El autonombrado “Cuartel de las feas”, al que Betty se integra de forma natural en cuanto llega a Ecomoda, es una muestra clara de que, mientras existe un espacio muy acotado donde encaja lo que se entiende como belleza, todo aquello que se desborda –aunque sea un poco– se vuelve inaceptable, incomoda. Se identifican como feas, entonces, una mujer que es demasiado alta, otra que es demasiado voluptuosa, otra que es demasiado vieja, otra cuya piel es demasiado oscura, otra que es demasiado escandalosa… Estas diferencias, enmarcadas en un entorno de modelos talla cero, se convierten en errores que hay que ocultar a toda costa.
Las mujeres en Yo soy Betty, la fea son primordialmente definidas a partir de esta dicotomía. El conflicto se vuelve así una guerra brutal entre las bellas y las feas, donde el objetivo es conseguir reconocimiento, respeto y, claro está, el amor de los galanes en cuestión. A pesar de que el viaje y transformación de Betty incluyen también cierto grado de autoaceptación y ciertos momentos muy entrañables de reivindicación para ella y sus amigas, la historia no concluye hasta que ha sido asimilada, aunque sea a regañadientes, como parte de este sistema: hasta que los hombres de la empresa la respetan, y el galán cae enamorado rendidamente a sus pies.
Los ideales de belleza, lo sabemos, evolucionan con cada época, pero lo que parece no cambiar es la exigencia hacia las mujeres por cumplirlos a toda costa. Incluso cuando intentamos escapar de ellos, como con el movimiento body positive, seguimos manejándonos en función de la idea de belleza. Repetir una y otra vez que todas las mujeres somos bellas, o que existe belleza en todos los tamaños y colores, por subversivo que pretenda ser, refuerza estas exigencias: la idea de belleza, hegemónica o no, sigue conformando nuestras aspiraciones. ¿Qué pasaría si en lugar de intentar reclamar estándares de belleza nos rebelamos contra ellos? ¿Cómo reorganizamos las jerarquías de aquello a lo que aspiramos? Las mujeres, como Betty, somos más que un adjetivo que nos coloque de un lado de la balanza: más allá de ser todas bellas, lo importante es que nuestro valor no depende de eso.