“¿Cómo puedes haber vivido por tanto tiempo y aún no entenderlo? Esa obsesión contigo es un desperdicio de vida. Podrías dedicarte a sobrevivir a las cosas, apreciar la naturaleza, nutrir la amabilidad, la amistad, y bailar…”
Eve, en Only Lovers Left Alive
Tengo 23 años. Me pongo un leotardo, unas mayas algo rotas -porque son las de batalla- y mis zapatillas de puntas que me quiebran los dedos. Comienzo a calentar desde las 6:30 de la mañana y estoy lista media hora después para la primera clase. Mi cuerpo está cansado, pero sigo: salto, hago más fuerza en los tobillos y en los muslos para cargar mis propias piernas muy arriba. A medio día ya habré tomado Ballet, Graham y Acondicionamiento. Tal vez por la noche, saliendo de la universidad, corra otras vueltas alrededor del parque para mejorar mi condición. Me auto-exploto. Me obsesiono. Me pienso en progreso constante, en una línea siempre ascendente.
Entreno tanto que un día me lastimo el nervio ciático y debo elegir entre seguirme lesionando, operarme la rodilla, o tomar otro camino.
Decido entonces renunciar a la danza para siempre y esa renuncia la siento como un fracaso.
Con el paso del tiempo descubro que el proceso ha sido doloroso pero revelador. Dejo de pensar solo en mi, en mi autoproducción y solo así el agotamiento se termina.
Esta no es ni la primera ni la última ocasión en la que he perdido la batalla. Pero es difícil mencionarlo en público, más difícil aún que vivirlo o superarlo; es el tema del que casi nadie habla en Facebook: perder; no poder y sentirse triste. Es más, si se pierde, a esa pérdida se le narra como una ganancia. Somos capitalistas irremediables. Parece que se trata de un fantasma, o un estigma incómodo e inmencionable. Fracasar, no ir en una narrativa de superación constante, es casi un boleto para el antierotismo social.
Hay quienes han elaborado el tema, y entre sus plumas está la de Byung-Chul Han, que lo plantea desde un anti-eslogan del «You can do it»: vivimos en un mundo en donde no se puede no poder:
You can do it ;)…
YOU-CAN-DO-IT!
Una frase inspiracional que se ha convertido en imperativo positivo.
Si perdemos, es nuestra culpa y habremos de sentirnos responsables.
Emprendemos por inercia y somos nuestro proyecto principal. Laverdad es que no me preocuparía tanto si los feminismos, siempre herramientas críticas, tuvieran muestras de haberse desmarcado del mandato.
Pero a veces parecen obedecerle.
Hoy en día, inclusive algunos nos animan a ser siempre resistentes; empoderadas; mamás trabajadoras, estables en sus relaciones, pero poliamorosas; fuertes putas, fuertes blancas, fuertes negras, fuertes latinas, fuertes siempre; críticas de los cánones de belleza, pero guapas; orgullosas de ser tan gordas, tan flacas, tan feas; orgullosas hijas de obreras, de trabajadoras del hogar, guerreras del tercer mundo… Y así ¿cuándo y cómo podemos fracasar?
Aparentemente no podemos hacerlo ni en la disidencia feminista ni en la tradición: si fracasamos como madres, como cuidadoras de los enfermos o del hogar, fracasamos al género, nos anti-naturalizamos y nos convertimos en monstruos dignos del exilio: la madre del año, la que dejó sola a su padre, a su madre, a sus hijos. Bestia. Estamos obligadas a triunfar. Siempre y de cualquier forma, poder es mandato y no decisión.
Al respecto, la escritora Melissa Harris-Perry, entre otras teóricas feministas que analizan las políticas de la representación, deshilvana el arquetipo de la mujer negra estadounidense: «la superwoman», representada constantemente en los medios de comunicación como inquebrantable, siempre altiva, confrontativa, ultra-sexual y fuerte. Sus características aparentemente admirables, según Harris, han servido para justificar distintos tipos de violencia y opresión tanto del exterior –para violentarlas como personas a las que no les afecta absolutamente nada, por no ser vulnerables–, como desde el interior –cuando ellas mismas no se permiten fracasar o asumir sus propias debilidades–. Esto ha llevado a tasas inimaginables de depresión, y para combatirla han surgido múltiples proyectos sociales, tanto de apoyo psicológico, como contestatarios a través del arte.
¿Lo mismo pasará con las latinas? ¿O con el feminismo en sí mismo?. En ocasiones, las feministas nos representamos en redes sociales bajo una paradoja en la que por una parte, peleamos en contra de las opresiones, pero por la otra, nos seguimos planteando a nosotras mismas como ultra-poderosas, siempre triunfantes, en constante evolución positiva, en goce infinito y guerreras incansables.
¿Y si la obligatoriedad de lo positivo también nos oprime?
¿Qué hay de nuestros pasadizos más oscuros? ¿Por qué los eliminamos de la historia que contamos de lo que somos?
La ausencia de triunfo o de la satisfacción, habita en los terrenos de la autocensura.
¿Dónde se esconden la fealdad, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, y todas las excluidas de las que habla Despentes, y que somos cada una de nosotras en ciertos momentos de la propia vida?
¿Dónde quedaron las poetas malditas?
La mejor venganza es ser felices, sí, pero eso no significa que debemos anular los túneles poco luminosos de nuestros trayectos, que también nos construyen. No hay por qué tenerle tanto miedo a renunciar o a enunciar nuestros fracasos, a experimentar con la involución, con los caminos errados, con entender que no somos una línea de una gráfica en ascendencia constante, sino un conjunto de decisiones improbables con aciertos y muchas otras rutas equivocadas de lo que viene y va.
Nos hace falta recordar que en el fracaso de una misma, también existen epifanías.
Yo por lo pronto sigo bailando, a veces contenta y a veces triste, y eso solo se lo debo a todo lo que he perdido.