Como periodista deportiva, Wendy Jiménez siempre nos relata historias de mujeres que están rompiendo los roles tradicionales de género a través del deporte, de quienes están generando espacios para que las mujeres deportistas se sientan acompañadas y de quienes logran grandes hazañas con muy poco apoyo institucional. Pero ella no sólo narra el deporte, también lo vive y lo practica. En esta ocasión nos hace esta crónica de lo que se vibra y comparte en un campamento de mujeres corredoras.
Culturalmente las mujeres mexicanas y latinoamericanas fuimos educadas para aguantar, sacrificar nuestros sueños por los deseos de los demás. Exigencias de género como la maternidad, el cuidado a los enfermos y el trabajo no remunerado, nos obligan a dedicar el tiempo, dinero, energía, entre otras cosas, a otras personas, dejando en segundo, tercero, cuarto o centésimo lugar nuestros anhelos, aquello que nos hace felices.
Pero en verdad somos invencibles. Cada una con batallas diferentes, pero siempre listas para lo que sigue, eso lo compruebo cada vez que escucho la historia de una mujer deportista que trabaja por alcanzar sus metas, quebrar sus récords, ir por más.
Una de mis historias de vida favorita, la de una atleta que tras recibir un diagnóstico de cáncer le pidió permiso a su médico para correr un maratón antes de someterse a cirugía y tratamiento y a quien otros maratones han mantenido de pie demostrado a sí misma ser una mujer con una fuerza y templanza increíble, la escuché en un campamento de mujeres corredoras, al que asistí con un objetivo deportivo, pero del que salí inspirada con la fuerza de las mujeres que asistieron.
ESCUCHAR, APRENDER, SER JUSTAS
“Te tocó en la habitación ‘Justicia’, es la primera de aquí para allá”, fueron las primeras palabras que escuché la noche que llegué al campamento, la anfitriona me señalaba la puerta de un cuarto que me puso de frente con lo que yo debía procurarme: justicia. En ese momento supe que tenía que ser una mujer justa con la persona a la que más he descuidado los últimos años, la que siempre ha estado conmigo, pero es en la última en la que pienso, a la que no le he permitido amar y ser inmensamente feliz, a la que llené de dolor e inseguridad y a la que expuse a mil y un situaciones para ser aceptada. A la que obligué, por años, a convencer a los demás que puede ser la mejor compañía para el resto de la vida, olvidando primero aprender a estar con ella y aceptándola tal y como es, física y emocionalmente.
Fui a dejar la maleta antes de que sirvieran la cena. La primera cama a la derecha estaba desocupada, era como una especie de litera con escaleras de cemento, tenía vista a una parte de la habitación. Estando arriba me permití ver algunas situaciones de mi vida que me provocan un poco de ansiedad, ahí definitivamente las cosas se ven diferentes. Sonreí como cuando el de la heladería me da un cono de café supremo y bajé saboreando el logro de estar ahí, con más de 50 mujeres desconocidas en un lugar súper lindo, iluminado con luces tenues y adornado con murmullos de la naturaleza.
Participé muy poco en las conversaciones de presentación, en las ponencias de las invitadas e invitados, en las actividades y talleres que se realizaron. Los tres días, me limité a observar, escuchar, aprender, a memorizar aquellas frases que me gustaron, a llenarme de esas historias de superación increíbles. A recordar, una vez más, ese dicho de que los límites están en la cabeza y que si haces las cosas con el corazón puedes llegar tan lejos como te lo propongas.
Comprendí que el dolor de rodilla que me aqueja por temporadas desde hace un año, a pesar de las terapias, no es más que una limitante de mi cabeza, aprendí que debo siempre viajar más ligera, para que no resientan tanto peso. Entendí que también es necesario viajar sola.
UNA COMUNIDAD MUY LEAL
El propósito deportivo por el que decidí ir quedó completamente atrás. La comunidad de mujeres y mujeres corredoras es noble, leal, fuerte. No hubo competencia nunca. Fueron días de apoyo, acompañamiento, de aprender unas de las otras, de compartir fuerzas y energías. Las más experimentadas siempre en la disposición de enseñar, de corregir, de que todas jaláramos para el mismo lado. Las menos experimentadas con un hambre de aprender, cuestionaban, intentaban una y otra vez hasta lograrlo.
En la noche de fogata con el cielo azul marino estrellado descubrí que la clave de la verdadera autoestima está en cada una de nosotras y depende sólo de nosotras poner límites, reconocer cuando ya no estamos en el lugar que queremos y buscar siempre sonreír, como cuando corrí mi tercer medio maratón y me empezó a llover en el kilómetro 15, no recuerdo haber llegado a una meta tan feliz como ese domingo de junio.
Le pusimos color a las situaciones que nos duelen y aprendimos a transformarlas en asuntos resueltos desvaneciendo los tonos, dejando ir aquello que opaca nuestro brillo y buscando siempre florecer para nosotras mismas. Luego hicimos una lista de afirmaciones de aquello que más necesitamos en este momento de nuestra vida, nos pidieron 10 cosas, pero mi corazón latía muy fuerte que hubo momentos que no escuché lo que decían y mi lapicero morado quiso ayudarme a ampliar mis prioridades. Doblé la hoja y la guardé con curiosidad en una libreta con bordados amarillos y anaranjados que viajó desde Real de Catorce para caer en mis manos.
Corrimos 12 kilómetros, de Atotonilco a San Miguel de Allende, en el trayecto hicimos varias paradas para reunirnos otra vez, tomar aire y empezar juntas de nuevo, dándonos ánimos, apoyo, preguntando cómo estamos. Ninguna se rindió a pesar que en el grupo había algunas que no habían corrido más de seis kilómetros y eso que la ruta con cuestas era algo demandante. Fue lindo llegar y ver a todas felices, disfrutando de esa mañana de domingo soleada. Como escribió la anfitriona del campamento: “Cada mirada refleja una historia, razones o batallas distintas nos han traído hasta aquí, la vida sabe por qué nos hizo corredoras”.
Mis roomies me hicieron sentir protegida con su experiencia, siempre dispuestas a enfrentar los retos sin importar lo grande que parezcan. Me hicieron saber que ya tenía nuevas amigas corredoras, me hicieron reír con sus ocurrencias y me encantó sentir la unidad que se dio inmediatamente entre nosotras “La Liga de la Justicia”. Compartimos techo, comida, consejos. Mi corazón se llenó de cada una de ellas, de su experiencia, de su historia de vida y de su cariño hacia conmigo
Aprender sobre el deporte y de la vida de mujeres que tengo tiempo de seguir y admirar vía virtual me hizo sentir que los sueños sí se hacen realidad, que un día puedes admirar a alguien a través de un celular y al otro día puedes encontrarte a una de ellas en el pasillo y desearle buenos días. Me di cuenta que son mujeres como yo y como cualquiera de las otras 50 corredoras que asistimos al campamento. Con un espíritu fuerte y envueltas de una pasión desbordada por lo que hacen.
No puedo más que practicar la gratitud no sólo por los tres días de campamento que terminó con un chapuzón en aguas termales y un par de cervezas. Sino de gratitud conmigo, con mi vida, con mis decisiones y mis sueños. Gratitud con y por todo lo que he logrado a mis 30. Es raro florecer con ausencias de personas que han significado tanto para mí.