Murió Ursula K. Le Guin, feminista creadora de ciencia ficción. Antes del 22 de enero de 2018, todavía estaba de este lado del velo, haciendo entradas en su blog (a los 88 años) sobre su gato: Pard, sobre la situación deplorable de la política estadounidense, sobre la pedantería del mundillo literario. No puedo creer que ya no esté. Murió mientras reina Trump, y eso es como una derrota. Ojalá y hubiera vislumbrado otro mundo al cerrar los ojos, pero murió en éste. Eso me parte el corazón.
Llamadas, mensajes y largos correos han circulado entre colegas y amigas que no evitamos esta perplejidad, ésa que reservamos para la muerte de las personas más queridas. Aunque no la conocí personalmente, no voy a pedir disculpas por mi duelo, seguramente desproporcionado para No-Falta-Quién. Si acaso, puedo intentar explicarles las razones por las que Ursula K. Le Guin deja tanto un hueco como una huella en el panorama actual de las letras y, particularmente, en la vida de muchas escritoras.
Ursula K. Le Guin fue una niña inquieta que envió a diversas revistas sus alocadas historias desde los doce años, edad en la que mandó a Astounding (la canónica revista de John Campbell de fantasía y ciencia ficción) un cuento sobre el origen de la vida en la Tierra y le respondieron con una carta de rechazo. Aquello que escribía fue, desde un principio, inclasificable; durante sus veinte años logró publicar algunos de sus poemas. No era suficiente para decir que tuviera una carrera literaria.
A los 32, sin embargo, recibió un cheque por un cuento suyo: April in Paris, acerca de un profesor del siglo XX; especialista en un oscuro autor de la Edad Media, que de pronto se encuentra frente a su sujeto de estudio en el París del siglo XII para comenzar una curiosa amistad. Quien envió ese cheque fue Cele Goldsmith Lalli, la legendaria editora de Amazing Stories. “Era una de las editoras más perceptivas y arriesgadas que las revistas de ciencia ficción pudieron tener, y estoy agradecida de que me haya abierto las puertas”, declaró Le Guin en alguna ocasión.
No es que la entonces futura autora de la saga de Terramar no fuera lo suficientemente buena como para que cualquier otro editor (varón) no le hubiera abierto las puertas, pero de alguna manera, había algo que Cele Goldsmith compartía con ella, quizá la complicidad de la experiencia, quizá mirar de cierta forma algunas cuestiones, y por eso fue capaz de reconocer el valor que tenía lo que escribía Le Guin. Había en su poética no sólo una manera de hacer arte, sino de estar en el mundo.
Es imposible leer la luminosa ficción de Ursula sin considerarla un reflejo de su vida: armónica, apacible y feliz. Frente a las etiquetas que el establishment literario suele poner a las autoras de antemano (suicidas, ninfómanas, genias locas), Le Guin representaba la posibilidad de una vida profesional y personal satisfactoria. Relevante y significativa no sólo para sí misma, sino para una comunidad, variada y cambiante, pero que nunca olvidó a las mujeres. Ursula, pues, era una brújula para nosotras en varios sentidos. Una brújula mágica que no sólo nos guió a determinados lugares, sino que nos ayudó a transformar el paisaje a través de la palabra, justo como hace la magia en sus novelas.
Desde el inicio de su carrera, como autora de subgéneros (título del que jamás renegó, pero que le parecía que poco tenía que ver con cuestiones literarias, sino más bien mercadológicas: «mis tentáculos se salen del casillero» objetaba siempre), Le Guin tuvo conciencia de lo crucial que era que las mujeres tendieran la mano a otras mujeres. A pesar de que durante un tiempo los protagonistas de sus historias eran hombres (hombres, cabe decirlo, que oponían siempre a la forma rígida, violenta y opresiva una personalidad serena, justa y defensora de las mujeres).
Ursula revolucionó también la representación de la diversidad en sus libros: por ejemplo, ninguno de los embajadores de nuestro planeta (Terra, en sus novelas) es blanco. Hay mujeres, niñas, ancianas dirigiendo y cambiando el curso de las historias. «Antes jugaba a ser un buen muchacho», dijo en varias ocasiones, pues era sencillo pensar en cómo complacer a sus lectores y editores.
Después de que su mamá, la talentosa antropóloga Theodora Kroeber, le hizo notar que sus protagonistas eran mayoritariamente hombres, transformó completamente su forma de narrar. Es célebre la carta que envió a un antologador que le pidió que escribiera el prólogo de una antología que no incluía a ninguna mujer: «Caballeros, yo no pertenezco a aquí».
Ursula mostró, desde el principio, no ser de la misma cepa que el resto de los autores de imaginación fantástica y científica de la época. Había algo en su prosa, limpia, elegante, exacta, que la distanciaba de sus contemporáneos cienciaficcioneros. Llamémoslo, para abreviar, una voluntad de encontrar profundas lecciones humanas en la especulación a partir de los entresijos de las ciencias «suaves» (según la categorización de la época), una mirada distinta, casi mística, hacia la fantasía, y desde luego, una preocupación por señalar la inequidad entre hombres y mujeres, ya fuera en este planeta o en otros de su propia invención. Una mirada agridulce, suspicaz, sobre las utopías, una actitud humilde hacia el sinsentido del dolor pero implacable hacia el desaliento: «El problema es que tenemos la mala costumbre, animada por pedantes y sofisticados, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido».
Ursula K Le Guin imaginó poderosas posibilidades de cambio para pensar la cuestión del género en La mano izquierda de la oscuridad, para darnos cuenta de lo que perdemos con la negligencia hacia los animales y el medio ambiente en El nombre del mundo es bosque; para embellecer nuestra relación con el lenguaje, el misterio, la esperanza, en los libros de Terramar. Son libros que, albricias, se adelantaron décadas no tanto en el diseño imaginativo de tecnologías o escenarios, sino de preocupaciones, ideas, necesarias reformulaciones de lo humano.
Nosotras, la pequeña comunidad de autoras que la amábamos (pues en todos sus obituarios se lee beloved author: «amada autora») nos referíamos a Ursula Kroeber Le Guin como «nuestra abuela». Pero ese decir nunca significó “dulce y protectora viejecita” sino maestra grandísima, fiera y valiente escritora, mujer de brazos fuertes que abrieron el camino entre la maleza para todas las que vienen detrás, autora de ideas lúcidas hasta el último día. Pues las abuelas que nos formaron como mexicanas no fueron precisamente damas silenciosas y estáticas, sino mujeres a cargo de la subsistencia, de los afectos. Del mundo.
¡Feroz abuela, nos harás muchísima falta!
Algunas de sus palabras e ideas:
«Las mujeres somos volcanes. Cada vez que ofrecemos nuestra experiencia como una verdad humana, cambia el paisaje, cambian todos los mapas Hay nuevas montañas»
–Discurso de inicio de curso para la universidad de mujeres Bryn Mawr, 1986:
«En el idioma que Shevek hablaba, el único que conocía, no existían expresiones coloquiales posesivas para el acto sexual. En právico no significaba absolutamente nada que un hombre dijese que ‘había tenido’ a una mujer. La palabra de significado más aproximado y que también se empleaba secundariamente como una maldición, era específica: significaba violar.»
–Los desposeídos, 1976:
«Basta con una piedrecilla tan pequeña como ésta, es cambiar el mundo. Se puede hacer. En verdad, se puede. Es el arte del Maestro de Transformaciones, y tú lo aprenderás, cuando estés preparado para aprenderlo. Mas no transformarás una sola cosa, un guijarro, un grano de arena hasta que no sepas cuál será el bien y el mal que resultará. El mundo se mantiene en Equilibrio. El poder de Transformación, de Invocación de un mago puede romper ese equilibrio. Tiene que ser guiado por el conocimiento, y servir a la necesidad. Encender una vela es proyectar una sombra…»
–Un mago de Terramar, 1968