[nectar_dropcap color=»#a02b88″]L[/nectar_dropcap]as narraciones masculinistas de la historia han insistido en restarle importancia al papel de las mujeres en el movimiento estudiantil del 68, si bien hay investigaciones que dan cuenta del machismo que prevalecía al interior del movimiento, donde la desigualdad de género se manifestaba en la asignación de tareas de cuidado que recaían en las mujeres que cocinaban o limpiaban los espacios comunes; otros testimonios que recabamos en Luchadoras mediante entrevistas con las militantes, retratan una mayor diversidad de las tareas a su cargo. La participación de las mujeres en el movimiento estudiantil contribuyó a crear un conjunto de saberes organizativos que formaron parte de la emergencia feminista que estaba por estallar.
De acuerdo con Gabriela Cano, el movimiento estudiantil de 1968 fue la antesala de la que floreció la segunda ola del feminismo mexicano, que para Ana Lau Jaiven llega a México en 1970 y forma los primeros grupos militantes: Mujeres en Acción Solidaria (MAS, 1971), Movimiento Nacional de Mujeres (MNM, 1973), Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM, 1974), Colectivo La Revuelta (1975), Movimiento Feminista Mexicano (MFM, 1976) Colectivo de Mujeres (1976) y Lucha Feminista (1978).
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Estudiar y usar minifalda, la primera revolución al interior de las familias
La primera barrera de autoritarismo que las mujeres tuvieron que enfrentar fue la pirámide patriarcal al interior de sus familias, estudiar para muchas mujeres universitarias de los años sesentas fue una primera revolución.
Si bien desde finales del siglo XIX algunas mujeres lograron ser aceptadas en instituciones como la Escuela Nacional de Medicina y la Escuela Nacional de Jurisprudencia, como Matilde Montoya y María Asunción Sandoval Zarco, no fue sino hasta la década de los sesentas cuando su ingreso a la Universidad incrementó de manera más notable, aunque persistiendo aún importantes brechas.
Concepción Santillán tuvo que enfrentarse a las creencias de su padre para ser enfermera, después le tocaría presenciar, durante una guardia en el área de ginecobstetricia, la matanza del 2 de octubre desde lo alto del Hospital de Tlatelolco:
“Los padres no lo permitían estábamos muy coartadas. O sea tenías que ir a la Normal, tenías que ir de secretaría, tenías que ser contador privado, tenías que ser algo así ¿no?. Pero la universidad no. Mi papá me dijo: -sabes qué hija, tú no puedes ir a la universidad-. Entonces mi hermana y yo pues, nos empecinamos en que sí (…) Nunca tuve miedo. Yo creo que esa fue mi liberación”
Ser estudiante y ser universitaria no solo significaba ir a las aulas, sino estar en contacto con un contexto transformador que permitía a las mujeres reunirse, intercambiar ideas, cuestionar las formas de pensar, e incluso las de vestir.
Consuelo Valle, que hoy vive en Puebla, era estudiante de la UNAM, ella y sus hermanos eran activos en el movimiento. Su historia salía de la norma, su madre, una intelectual que se educó con las ideas de Lázaro Cárdenas fomentaba su independencia y reivindicaba los derechos de campesinos y trabajadores. Sin embargo, recuerda que no era así para otras estudiantes:
“Tuve compañeras que de verdad se tenían que oponer a su familia, al medio […] superaban los señalamientos, se ponían su minifalda. ¡Imagínate! […] una joven que, como ciudadana, tiene que enfrentarse al sistema totalitario que vivíamos en esa época y a eso súmale que se tienen que enfrentar a una sociedad patriarcal. La carga política y emotiva de las jóvenes del 68 era doble, por eso es admirable su participación”.
Si no en el seno de la familia, Consuelo enfrentó discriminación al interior de la misma Universidad, para ella el 68 generó una lucha por la dignificación de la mujer universitaria:
“Yo me acuerdo muy bien de profesores de la Facultad de Ciencias que me decían, ustedes a qué vienen, ustedes nada más vienen a conseguir marido. Muchas de nosotras como ya estábamos empoderadas les reclamábamos al terminar la clase y les decíamos que no era correcto. A lo mejor sí nos casábamos, pero fundamentalmente íbamos a estudiar y esta combatividad generó un ambiente, por lo menos en esa generación, de impulso a la mujer”.
Las estudiantes del 68 se convirtieron en enfermeras, profesoras y periodistas, desafiaron los estereotipos de género y propiciaron cambios estructurales encarnados en batallas de todos los días, transformando prácticas tradicionales y restrictivas sobre la sexualidad, el cuerpo y el poder. Para Consuelo usar minifalda, pedir permiso a la familia para llegar tarde a casa, tener reuniones con amigas que antes les estaban prohibidas, significaban ya una lucha ganada:
“En esa época, ya había familias que permitían de manera muy gustosa que todas las compañeras de sus hijas: revoltosas, o no, hippies, o no, revolucionarias, de minifalda… nos reuniéramos en sus casas, eran acciones puntuales, acciones sutiles que fueron generando un ambiente de reflexión”.
Esther Alfaro hoy tiene 70 años y vive en Chihuahua, fue estudiante de la generación 1967-1971. Para ella estudiar en la UNAM implicó oponerse a las expectativas familiares de una clase social más privilegiada. Combinó su militancia como brigadista repartiendo propaganda del movimiento con un trabajo como edecán del Comité Olímpico. Su padre le impidió ir a la manifestación del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas:
“Las olimpiadas cada vez estaban más cerca y el movimiento más enardecido. El primero de octubre me enteré de la asamblea en Tlatelolco, iba a ir, estaba decidida, pero mi padre se paró en la puerta y me negó el paso”.
Para ella haber vivido de joven el movimiento del 68 la convirtió en una mujer diferente, sin miedo, que por decisión salió de un entorno de cuidados familiares para enfrentarse a la vida sola:
“Definitivamente sí hizo una mujer diferente, de salir de la cúpula protegida de papi y mami, de la escuela de monjas, a enfrentarme sola, a todo, a mis padres. Yo comencé a salir de mi esfera social, aprendí a valerme por mi misma”.
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Revalorar el trabajo hormiga, las brigadistas
Aunque los relatos más emblemáticos sobre el 68 se han enfocado al papel de los hombres líderes del movimiento a cargo de la dirigencia, el ser y hacer movimiento era una labor de organización cotidiana de base, que partió de construir nuevas prácticas políticas, otras formas de relación como estrategias de difusión y comunicación en las que se involucraron las mujeres. Así fue para Consuelo Valle, quien participó en un grupo estudiantil que se llamaba El nuevo grupo, redactando y repartiendo un periódico que se llamaba La Hormiga. Lo mismo para Esther Alfaro, que nos dijo: “Nunca me subí a la tribuna, pero cuando me decían, compañera repartes esto, yo decía: con el alma lo reparto”.
Las brigadas, de acuerdo a Mariano Gigena eran “cientos de pequeños acelerados engranajes, (que) movían la pesada maquinaria del movimiento. (…) Recolectaban dinero, hacían pintadas, volanteaban, se acercaban a dialogar con los obreros, realizaban mítines para miles de personas y casi siempre terminaban huyendo de los granaderos. En los camiones, trolebuses, mercados, en los grandes almacenes, en cualquier esquina, hacían una acción relámpago, convocando a la próxima manifestación”.
En muchos sentidos las brigadas fueron innovadoras, también era donde se tomaban decisiones diarias por grupos de brigadistas, en ellas se tejían nuevas formas de relación que además vincularon al movimiento estudiantil más allá del ámbito universitario.
Para Nacha Rodríguez, figura emblemática del movimiento estudiantil y sobreviviente de la matanza del 2 de octubre, un viraje importante dentro del movimiento fue el momento en el que un grupo de mujeres comenzó a exigir la asignación de otras actividades que no fueran principalmente el proveer de alimentos a las dirigencias y bases militantes o hacer guardias dentro de las escuelas:
“Nosotras íbamos a las plazas públicas, a los mercados, a donde podíamos, simulábamos que nos estábamos agarrando ahí, pero lo cierto es que atraíamos a la gente y comenzábamos a decirles lo que estaba pasando en el movimiento, la prensa estaba vendida y no había nadie que reseñara lo que estaba pasando, entonces nos subiamos también a los autobuses y le explicamos a la gente lo que estaba sucediendo, era una forma de ampliar el movimiento pero también de pedir el apoyo del pueblo”.
Las y los brigadistas por medio de la elaboración de carteles, volantes, hojas mimeografiadas, esténciles, serigrafía, plasmaron su voz y la visión política del movimiento en una gráfica histórica, tradujeron y lograron hacer asequible el discurso político del 68, el pliego petitorio y las inquietudes estudiantiles.
Leonor Rodríguez era estudiante de enfermería en la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia (ENEO), se unió al movimiento y fue parte del Comité de Lucha de su Facultad. Su testimonio da cuenta también de que las mujeres brigadistas también fueron ideólogas del movimiento:
“Mi compañera Bertha Isabel Arévalo Rivas era la que elaboraba, ella nos escribía el volante, lo que había que repartir, y yo mecanografiaba y luego lo pasábamos al mimeógrafo que había en la escuela, que afortunadamente el director sí nos permitió utilizarlo. Y ya sacábamos copias y copias y copias, y las recortábamos y ya salíamos a los camiones a repartirlos. Llevábamos unos botes como alcancías para que ahí la gente nos depositara su ayuda. Y así andábamos esos días, subiéndonos a los camiones y bajándonos (…) Recuerdo que un día mi amiga Berta estaba hablando afuera de la escuela con un micrófono y (decía) unámonos, etcétera, así con mucho ímpetu”.
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La revolución sexual
En 1960 una mujer madre en México tenía un promedio de 6.5 hijos, ese año Envoid, la primera píldora anticonceptiva fue puesta a la venta en los Estados Unidos y tan solo un año después más de un millón de mujeres ya la utilizaba en ese país.
El debate sobre la píldora ya trascendía a las revistas populares para mujeres, según Karina Felitti en julio de 1966 la revista “Claudia” (que se promocionaba a sí misma como una revista para la mujer moderna) abordó por primera vez el debate sobre la píldora, en 1968 afirmaba que la píldora ya estaba disponible en “casi todas las farmacias y dispensarios, menos en los que dependían de la Iglesia católica”. Aún así, 1969 una encuesta publicada por esta revista, realizada a 5 mil personas en siete ciudades del país revelaba que la píldora era usada como anticonceptivo tan solo en un 9%.
En el 68 Magdalena de la Isla Montoya fue trabajadora en la clínica pionera de planificación familiar del país, Pro-Salud Maternal A.C., que empezó a ofrecer servicios de anticoncepción diez años antes en México y fue fundada por Edris Rice-Wray, Doctora norteamericana que formó parte de los equipos de investigación puntales sobre anticoncepción en los Estados Unidos, y que basó su práctica en Puerto Rico y México.
Como proveedora de servicios de salud en la clínica, Madgalena contribuyó a los primeros esfuerzos institucionalizados por la autonomía y la libertad sexual de las mujeres en nuestro país. La clínica, que alguna vez fue cerrada por el gobierno por los rumores que corrían sobre supuestas prácticas de abortos, atendía a mujeres que llegaban por sus consecuencias, provocadas por procedimientos con hierbas, sondas o pastillas de permanganato potásico, que causaban quemaduras o hemorragias. Alrededor de trescientas de mil mujeres atendidas por la clínica habían admitido hacerse alguna forma de este procedimiento con anterioridad.
En 1976 la clínica atendía a más de mil mujeres mediante la distribución de anticonceptivos como el DIU, gestágeno oral e inyectable o esterilización. Magdalena junto con sus compañeras Isabel Serrano y Lourdes Sánchez también jugaron un rol de apoyo contra la represión estudiantil en 1968, llevando medicamentos a la Academia de San Carlos para apoyar a los estudiantes heridos: “Era peligrosísimo, todo ocurría en el centro y estaba lleno de policías, pero veíamos a toda la sociedad reaccionando, jóvenes, niños, adultos, mujeres embarazadas y era imposible ignorarlo, mucho menos estando ahí tan cerca”. Su labor en la clínica también alimentó empíricamente el conocimiento científico naciente sobre anticoncepción en la época, su práctica trascendió en revistas científicas como Contraception, y Studies in Family Planning.
Para Consuelo Valle, integrante del movimiento estudiantil:
“Influyó el acceso fácil a la pastilla anticonceptiva, eso nos ayudó mucho, pero fue después porque en el 68 muchas de nosotras nos podíamos embarazar, entonces nos cuidábamos mucho, ya después supimos que el embarazo no era consecuencia necesaria en una relación, pero fue después, entre el 70 y el 75”.
Para Nacha Rodríguez, salir de Taxco a estudiar en la Ciudad de México, le permitió escapar de las expectativas familiares sobre la sexualidad que la ataban a la idea del matrimonio, “casarse de blanco” y a la virginidad, en una época donde no existían organizaciones para lograr decidir sobre sus propios cuerpos:
“A nosotras nos toca todo un cambio, la minifalda, la píldora, el abrirse a una cuestión sexual que antes era, hasta cierto punto, mal vista y nosotras comenzamos a entender que teníamos que ser libres por nosotras mismas ¿cómo podíamos estar exigiendo libertad y derechos si nosotras estábamos todas maniatadas, llenas de tabúes?, para mí como para muchas de mis compañeras fue muy difícil traspasar esas barreras pero lo logramos”.
Según Marta Lamas fue en 1972 que Mujeres en Acción Solidaria plantearía por primera vez la necesidad de una modificación legislativa para interrumpir el embarazo. Se enfrentaron entonces a la oposición de parte de los hombres de izquierda, que las acusaban de ser “agentes del imperialismo yanqui”. Dos años después, en 1974, se aprobarían modificaciones a la Ley General de Población para legalizar los servicios de planificación familiar y al artículo 4to. de la Constitución para reconocer el derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y espaciamiento de sus hijos.
En una sociedad déspota, impositiva y negada al cambio que sucedía ya en la vida de las y los jóvenes, desde el seno familiar hasta los poderes más altos de la nación, las mujeres del 68 desafiaron el autoritarismo en tres espacios que históricamente les habían sido negados, sus cuerpos, las calles y las universidades. Su participación en el movimiento estudiantil fue la antesala del movimiento feminista de los años setenta, la revolución cultural que cambió radicalmente el reconocimiento y goce de los derechos humanos de las mujeres en el país.