[nectar_dropcap color=»#a02b88″]E[/nectar_dropcap]l 2 de octubre de 1968, los conjuntos arquitectónicos que conforman la Plaza de las Tres Culturas fueron los testigos silenciosos de una batalla entre miles de estudiantes que querían cambiar al mundo y un gobierno totalitario, que si bien logró silenciar sus voces a punta de pistola, no pudo desaparecer las evidencias de su crimen, ni terminar con el ánimo de lucha estudiantil y revolucionario.
Los disparos: Una sorpresa para todas y todos
Poco antes de las 7 de la noche, una luz verde de bengala iluminó la plaza de las Tres Culturas, en el instante en el que la luz cayó el piso, las voces rebeldía que se escuchaban en el micrófono fueron reemplazadas por disparos totalitarios de un acto de genocidio ordenado (como lo corroboró en 2006 un magistrado federal) por el entonces secretario de gobernación, Luis Echeverría.
Leonor Rodríguez, quien en ese momento era estudiante de enfermería, estaba ahí. Le había mentido a su madre, diciéndole que sólo iba a ir a dejar algunos volantes que necesitaban en la manifestación y que habían impreso en la Normal de estudiantes, “mi madre se quedó muy tranquila con la mentira, pero en realidad yo iba al mitin durara lo que durara, sucediera lo que sucediera” recordó a 50 años de distancia.
Cuando la luz apareció en el cielo, Leonor estaba escuchando los discursos de los voceros del movimiento junto a un compañero de la Normal y dos amigas de él, ninguna de sus compañeras de la ENEO había asistido a la manifestación, lamentablemente no recuerda el nombre de quienes vivieron con ella uno de los días más crueles en la historia del país.
Al escuchar los disparos, que asegura venían de todos lados y fueron una sorpresa para quienes estaban ahí, Leonor bajó corriendo las escalinatas de la plaza de la mano de su compañero y una amiga de éste; su primera idea era meterse debajo de alguno de los autos que estaban estacionados alrededor de la plaza, como algunos estudiantes habían hecho, pero al ver que ya no quedaba ninguno con espacio corrieron a toda velocidad hacia avenida Reforma, en donde vieron estacionados varios tanques de guerra.
“Nosotros tres atravesamos reforma, a ninguno nos cayó una bala y seguimos corriendo hasta la avenida Peralvillo, se seguían oyendo los tiros porque eran inmensidad de balazos que se oían”. Leonor y sus acompañantes llegaron hasta la calle de Matamoros, de uno de los edificios salió una señora para “ordenarles” que entrarán a su departamento y se ocultaran en el closet, sin hacer ruido, pues los granaderos se estaban metiendo a los edificios a buscar estudiantes.
Sin saber cuánto tiempo pasó y cómo pudieron mantenerse en silencio, Leonor salió del departamento aún volteando a todos lados ante el temor de que aún pudiera dispararle, se despidió de sus compañeros y se dirigió a su casa que estaba sólo a unos metros de donde se resguardó. Antes de entrar al edificio vio a su mamá, quien había pasado la noche llorando pues había escuchado los disparos y sabía que su hija corría peligro.
“Cuando me vio, me dijo: ‘¿Verdad que tú andabas ahí? ¿Por qué no habías venido? (le respondí) es que me tardé dejando los volantes, yo no andaba ahí”. Aunque su madre se quedó tranquila con la respuesta y feliz de verla en casa, el rostro de Leonor la delataba: “Mi rostro no sé cómo haya estado, porque al otro día yo me fui a la ENEO y me dijeron: ‘no estás pálida, estás amarilla’ y mi mamá me insistía: ‘¿Verdad que tú estabas ahí?’ Y así duré mucho tiempo, no sé, años, sin contarle la verdad. Sin contarle lo que yo había vivido en la plaza de las tres culturas”.
Un hospital cimbrado por el miedo
Concepción Santillán no vio la luz de bengala pero sí vio como antes de las 6 de la tarde, tanques y camiones de soldados comenzaron a rodear la Plaza de las Tres Culturas, para ella era un día normal de trabajo en el Hospital Gonzalo Castañeda del Instituto de Seguridad y Servicio Social a Trabajadores del Estado (ISSSTE), desde cuyas ventanas se veía toda la manifestación que hacía cimbrar la estructura del hospital y que al mismo tiempo encendía el corazón de ella y sus compañeras enfermeras.
“Aquí yo meto orden, mate a quien mate y a cuántos mate”, fue lo que había escuchado Concepción Santillán decir al gobierno de Díaz Ordaz -que después se empeñó en decir que había sido un incidente menor- pero nunca imaginó que esa amenaza se hiciera realidad hasta que comenzó a escuchar los disparos y los gritos de ayuda de quienes huían de las balas.
Ella estaba en el servicio de puerperio patológico -donde se encuentran hospitalizadas las mujeres que posterior al parto presentan una infección- y no podía abandonar el hospital pero no se quedó quieta, junto con sus compañeras comenzó a lanzar biberones “y todo lo que podía” a los soldados que empuñaban sus armas contra las y los estudiantes.
Los soldados respondieron con disparos también hacia el hospital, Concepción reaccionó para proteger a sus pacientes y con ayuda de sus compañeras y compañeros bajó los colchones al piso y le pidió a quienes estaban internadas que se pusieran pecho tierra, y cubrieran con sus cuerpos a las y los recién nacidos.
“Las balaceras eran terribles y la rafaga duró mucho, ya estaba oscuro cuando todavía había ráfaga de bala, pero por aquí y por allá. Era una guerra. De repente se oyó un bombazo. No sé qué pasó pero tiraron un bombazo hacia uno de los multifamiliares no supe si alguien se había ido a esconder ahí (y por eso aventaron el bombazo). Creo que tres, cuatro (estudiantes) se metieron al hospital para esconderse. Y a uno lo mataron ahí”.
El padre y el hermano de Concepción trabajaban cerca de Tlatelolco y cuando se dieron cuenta de lo que estaba pasando su hermano decidió ir a buscarla. “Como pudo” se abrió paso entre los policías y soldados que amenazaban a toda la población para llegar a la puerta del Hospital y saber si ella estaba bien. En su camino -contó después a Concepción- vio cómo los soldados mataban a punta de bayoneta a los estudiantes y cómo “aventaban” los cuerpos a los camiones.
Fue hasta el día siguiente que Concepción logró salir del Hospital y vivir el silencio que se había quedado ahí y que para ella nunca se iría, la plaza estaba limpia pero se podían ver los charcos de sangre seca. “No, no ha pasado. Sigue ahí. Cuando yo llego a ir a la plaza, camino, recuerdo, ya es una historia que se aleja de mí, pero sigue en los estudiantes, sigue moviendo todo. Y es un día que pasa a la historia sin olvidarse”
Lo que tampoco olvida es la crueldad y frialdad con la que Díaz Ordaz “defendió” lo sucedido. En 1977, cuando Díaz Ordaz era embajador de México en España, Concepción escuchó una de las entrevistas que le hicieron al expresidente al respecto: “hice lo que tenía que hacer., para que no se anden levantando, para que no se anden sublevando, para que entiendan”, justificó el dictador.
La tragedia no terminó con la matanza, sólo comenzó
Por muchos años María Consuelo Valle Espinosa no se atrevió a recordar, y mucho menos narrar, lo que ella vivió entre 1968 y 1970, “Tuve que callar muchos años, porque no quería traumar a mis hijas y porque la gente no quería escuchar esas historias de terror. No es fácil escuchar historias de dolor”, contó en entrevista quien parte activa de la organización “siendo ajonjolí de todos los moles”, de la mano de sus hermanos, Sergio y Eduardo, este último era mejor conocido como “El Búho” Valle y fue uno de los líderes del Movimiento.
El 2 de octubre, Consuelo acudió a Tlatelolco acompañada de su padre quien “sabía que ya era muy riesgoso manifestarse”, él la obligó a participar a las afueras del mitin y por ello tuvo tiempo de correr, de escapar entre los edificios y salir con vida, pero sus hermanos no tuvieron la misma suerte.
“Lo que yo viví en 1968 fue terrible, ver el asesinato de un niño de 7 años, en mi propia cara, es algo muy difícil de superar. Ver como mi madre recorría anfiteatros para localizar a mis hermanos. Ver a mi madre cómo tenía que levantar los labios destrozados y hechos añicos de las caras de los jovencitos muertos para tan sólo saber si los dientes eran los de sus hijos, caminar durante dos años por los corredores de Lecumberri, asistiendo cada ocho días a la cárcel para acompañar de manera fraterna a mí hermano y a todos los dirigentes encarcelados, fue algo muy difícil.”
Durante un mes y medio, Consuelo y su madre buscaron a Sergio y Eduardo, pues con la confusión del 2 de octubre no sabían lo que les había ocurrido, en su búsqueda se encontraban con otras madres que también querían saber el paradero de sus hijos.
Sergio participaba en la lucha de la Voca 6 del Casco de Santo Tomás pero nunca comunicó al interior de su familia lo que estaba haciendo, por lo que no sabían si había asistido o no a la Plaza de Tlatelolco. Durante la matanza, Sergio se quedó en medio de la plaza, entre la ruina, “él no tuvo tiempo de salir, se tuvo que cobijar con los cadáveres de los compañeros que caían alrededor”, lo que le ayudó a evitar las balas pero finalmente lo detuvieron.
Sergio llevó su credencial de estudiante al mitin, encontraron la credencial y leyeron “Sergio Valle Espinosa” e inmediatamente lo ligaron con el “Búho” Valle, fue así que lo trasladaron a Palacio de Lecumberri en donde lo torturaron para obtener información del paradero de Eduardo, quien en ese momento ya se encontraba detenido pero no había sido identificado por las fuerzas policiacas.
Eduardo era el último orador designado por el Consejo Nacional de Huelga para ese mitin, estaba en el edificio Chihuahua y ahí quedó atrapado, fue apresado y llevado al Campo Militar Uno. Cuando Eduardo comenzó a ver la matanza de sus compañeros se quitó los lentes que lo caracterizaban, fue así que evitó ser identificado. Fue hasta que Sócrates Amado Campos Lemus, vocero de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, dio los nombres de los dirigentes que las fuerzas represivas localizaron a Eduardo y dejaron libre a Sergio.
“Hasta que llegó Sergio de Lecumberri, sumamente asustado, sumamente maltratado, con un trauma impresionante, supimos que uno de ellos estaba bien, después se supo que el otro estaba en el Campo Militar 1. Después lo llevaron a Lecumberri, como primera celda le fue asignada la crujía H, la que está al principio, donde hacen las averiguaciones previas y todo esto. Me acuerdo muy bien que yo acompañé a mi mamá, le dijeron: ‘maestra, su hijo ya está en Lecumberri’. Me dijo, ‘Chelo, vamos a verlo’. Entré con ella y vi como venía sin lentes, totalmente lastimado, con la cara inflamada de los golpes que le dieron. Mi mamá no se fijó en esos detalles, la alegría de mi mamá era haber encontrado a su segundo hijo vivo, pero yo lo vi destrozado, no podía caminar, su cuerpo se balanceaba, su cara estaba hinchada, sus labios estaban reventados, yo me hice atrás, porque yo sólo iba para apoyar a mi mamá, pero sí vi cómo lo trataron”.
Verdad y justicia, un pendiente histórico
El gobierno de Díaz Ordaz logró su objetivo y el 12 de octubre de 1968 Enriqueta Basilio -la primera mujer en hacerlo- prendió el mechero olímpico, el cerco mediático poco hablaba de lo ocurrido 10 días antes. Entre las edecanes de prensa del evento deportivo se encontraba Esther María Alfaro, quien también había participado del movimiento repartiendo propaganda estudiantil.
Quien se encontraba al frente de prensa tenía una consigna: “decir que México está en paz ” y que todo se había arreglado. De acuerdo con el relato de Esther no se podía hablar a los periodistas si algo preguntaban. “Con el dolor por dentro, la frustración y la rabia había que seguir trabajando. Ver la bandera de México ondear en la inauguración de los Juegos, me llenó de tristeza, tal vez era yo la única que la veía ensangrentada. Lo curioso es que rezamos por una compañera caída en Tlatelolco”.
Con el tiempo más datos e información fueron saliendo a la luz y rompiendo el cerco mediático, pero la verdad y la justicia aún están pendientes. Años después de su participación en el movimiento, Esther tuvo la oportunidad de encarar a uno de los responsables, mientras trabajaba en el departamento de Selección de personal en el Banco de Comercio:
“En la institución tenían prohibido aceptar a personas de la policía metropolitana. (Un día) observé a un individuo que a leguas se le notaba su procedencia y estupidez. Le rogué a mi compañera que me lo asignara, aunque ya sabíamos que lo íbamos a rechazar. Con toda la saña y premeditación lo entrevisté. Le pregunté por su participación en la matanza y el muy imbécil me dijo todo: que iba en un camión de redilas lleno de “esos” muchachos, les hacían cavar un agujero y después los acribillaban. Ahora a mis setenta años pienso que fue el inicio de las fosas clandestinas. Le pregunté en su asquerosa cara qué por qué lo hizo y me contestó: ‘soy muy obediente, y esas eran mis órdenes’. Lo despedí y me fui al baño a vomitar”.
La búsqueda de verdad, justicia pero sobre todo de un México más igualitario y mejor sigue siendo el sueño de todas las mujeres que quieren rescatar la memoria.